De la ciudad y el mar, los que desaparecen


Destellos en la oscuridad, marcha en la Macroplaza de familiares de desaparecidos en Monterrey, vía Reporte Indigo

Desde arriba, viéndolo desde el asta bandera que está en el cerro, después del Obispado (ese que sobrevivió a la Independencia, luego a la Revolución y llegó a nuestros días) Monterrey es como un mar que ruge incansable, con luces que se mueven tan rápido que simulan las olas: la atracción del agua por la luna.

Debajo de los millones de colores que van y vuelven, entre los ritmos que se suman -coches, sirenas, música, conversaciones- y se vuelven la voz de la ciudad, como el rugido del mar suma la vida de los peces y su infinita atracción por el universo para sonar en un solo idioma indescifrable.

Ese sonido intriga al ser humano desde que existe en la tierra, al igual que el de la ciudad desde que habitamos en ella. Es un mar donde se pierden al entrar en él las muertes, los dolores, los gritos de desesperación en esa inconfundible masa de ruido inalterable. Al igual que el agua, la ciudad pierde, funde, desaparece.

Tanto en el mar, como en la ciudad, el rastro de alguien que se va y sólo él conoce su destino final, deja una profunda herida a sus familiares que arde hasta el último de sus días, con la llama de la esperanza y el combustible de una eternidad sin respuesta.

«Yo ignoraba si en la congregación había algún pariente de los marinos cuyos nombres estaban inscriptos; pero son tantos los accidentes no resgistrados en la caza de ballenas y era tan evidente que muchas de las mujeres que me rodeaban tenían aspecto, si no las ropas, de un dolor inconsolable, que estaba seguro de que allí, frente a mí, estaban reunidas muchas personas en cuyos corazones doloridos la vista de esas tétricas lápidas reabría y hacía sangrar de nuevo antiguas heridas.

«¡Ah! ¡Tú, que tienes a tus muertos enterrados bajo la verde hierba, tú que, de pie entre flores, puedes decir: <<aquí yace mi bienamado>>, tú no conoces el dolor que anida en pechos como éstos! ¡Qué amargo vacío tras esos mármoles orlados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué desesperación en esas inscripciones inalterables! ¡Qué ausencias mortales, qué inconfesada incredulidad en esas líneas que parecen corroer toda Fe y negar la resurrección a seres que, privados de toda morada, han muerto sin tumba!»

Fragmento de La Capilla en Moby Dick de Herman Melville.

A friendly neighbourhood en Monterrey


San Pedro Garza García, Nuevo León, vía Reporte Indigo.

Una plaza remodelada es el nuevo escaparate. Una decena de bares se abren frente a un pasillo que parece interminable. Al final (de lo que abarca la vista) se asoman decenas de Mercedes Benz y BMWs en sus múltiples formas. Los ojos se estrellan con una hermosa pared natural que obliga a mover la cabeza hacía arriba para completar la imagen de la sierra con tres gajos que recuerdan una «M».

Sonrisas blancas estallan, manos con brazaletes se agitan, los looks debaten sus pertenencias, sus lugares de procedencia. Las caras buscan rasgos de fuera, de dentro, de arriba, del mismo nivel. Las caderas se tambalean cuando van de una a otra puerta, ya sea viendo flamas ardientes como mural animado o presentando su nombre en una lista custodiada por guardaespaldas. Entran y salen.

Es un espectáculo de estética que transporta a otro sitio, traslada la mente a miles de rumbos que parecen idénticos en cualquier parte del planeta. Con personas, bebidas, canciones, situaciones que podrían repetirse exactamente igual en cualquier lado del primer mundo.

Un grupo de patrullas último modelo con leds destellantes rodean la nueva plaza San Agustín. «Nombre jovén nada de mordidas, aquí es San Pedro, las cosas son diferentes que en el resto de México», me dice un politránsito (la idea de la mezcla de tránsito con policía fue importada de Estados Unidos) con su impecable uniforme en un retén que generalmente detiene albañiles y jardineros en las entradas y salidas del municipio.

Casi ninguno de los uniformados sampetrinos vive en San Pedro: con lo que ganan sería difícil pagar una renta de 15 mil pesos o una casa de varios millones de pesos. Al terminar el turno regresan a sus hogares en Santa Catarina o San Nicolás, como el oficial Juan Alejandro Rosales que vivía en la modesta colonia Puerta del Sol de Santa Catarina y fue desaparecido luego de denunciar que fue torturado por un escolta del alcalde del municipio, Mauricio Fernández.


La casa del oficial Juan Alejandro Rosales en Santa Catarina, vía Reporte Indigo.

En los baños, en las escaleras, en los estacionamientos varios trabajan mientras el resto se divierte. Algunos de los empleados están inscritos en el padrón de empleados domésticos que inició la actual administración sampetrina.

El resto de la Zona Metropolitana de Monterrey provee de mano de obra barata al municipio con el segundo ingreso per cápita más alto del país. Los empleados son los más detenidos arbitrariamente por policías, ahora con este padrón tienen que mostrar su credencial.

«¿Tienen reservacion?», digo el nombre de alguien que no conozco. En el menú del bar se muestran los precios triplicados de las decenas de cervezas importadas de varias partes del mundo. Todos bailan el hit del verano o sonríen o gritan o hacen ademanes exagerados.  La masa luce agüerada, para ser México parece que hay un déficit de melanina en el sitio.

En San Pedro Garza García no hay balaceras, ni muertos, ni cateos arbitrarios como en Guadalupe, Escobedo, García o en Monterrey donde la inseguridad apagó el distrito de bares más popular hasta hace un par de años.


El Bar Iguanas del Barrio Antiguo de Monterrey, vía Barrio Antiguo.

Muchos sampetrinos aplauden la labor del alcalde que tomó «el toro por los cuernos» y mantuvo «San Pedro blindado» con métodos poco convencionales por no decir radicalmente opuestos a los del presidente -también panista- que encabeza una lucha contra las drogas y el crimen organizado.

El pacto con el cártel que controla la plaza mantiene la fiesta en paz, gente de otros municipios abarrotan los bares y restaurantes de San Pedro y en el centrito de la colonia Valle se puede conseguir coca para los que quieran alargar los festejos. Todo en un combo costoso qué sólo algunos pueden pagar.

Afuera del «vecindario amigable», especialmente en donde viven los que trabajan mientras todos se divierten, la fiesta termina temprano. En algunas colonias de Guadalupe a las 12 de la madrugada, según el toque de queda de los militares vestidos de policías que custodian el municipio. A esa misma hora, en San Pedro, varios salen de un bar para entrar a otro.

Una nación de mentiras


Monumento de los Niños Héroes en el Parque Niños Héroes, Monterrey, NL.

La historia corrupta no sirve. Esa realidad parcial, conveniente, es una mentira que justifica las fallas, los robos, las matanzas.

Aunque las sociedades democráticas modernas tienen remordimiento por los vacíos de la versión oficial, en México ésta se sigue leyendo desde la óptica del sexenio en curso. Lo qué se enseña en las escuelas depende del partido; según su postura hay lagunas históricas en alguna parte del pasado nacional que les interese.

Los hechos evolucionan como el cambio de gobierno lo demande. El borrador de los valores partidistas puede llevarse líneas y párrafos completos del pasado prehispánico o cambiar la pespectiva de la Guerra Cristera.

En su momento esta versión oficial borró miles de muertos de las cifras reales de las matanzas estudiantiles y la guerra sucia. A veces en la actualidad tiene una dislexia intencional en sus cifras de pobreza e inseguridad.

Ahora que «pelea una valiente guerra en contra del crimen organizado para que las drogas no lleguen a tus hijos» escribe un sexenio incompleto, con enmendones, borrones, tachaduras y liquid paper grumoso.

Falta un largo paréntesis en el párrafo «se está combatiendo por todos los frentes al crimen organizado». Se olvida  la parte del sexenio anterior donde se aprobaron los permisos para los casinos en el binomio conveniente donde la versión oficial tenía su vocero, benefactor y favorecido: Televisa.

Falta la nota aclaratoria de que las mafias que cada vez tienen «más capacidad de fuego» arreglan sus finanzas en algunas casas de apuesta donde fluye el dinero. Falta agregar también que aunque la autoridad tenía conocimiento de irregularidades en 12 casinos en Monterrey, no clausuró ninguno por omisión o corrupción.

Al «acto terrorista» del casino Royale donde murieron 52 personas le falta la acotación de que gracias al amparo de un magistrado corrupto ninguna autoridad local como Protección Civil o Desarrollo Urbano pudieron clausurar la casa de apuestas.

Para la autoridad lo único importante es capturar responsables, buscar culpables que expíen sus propias penas, sus omisiones, su ineptitud. Por eso no es relevante si las definiciones de la historia moderna de México son inexactas, ambiguas o extrapoladas.

Las mentiras oficiales se aceptan con la inercia de la indignación. Y todos buscamos venganza contra lo que mató y se pueda matar para hacernos sentir mejor.

Esta realidad de caricatura con buenos y malos injerta la semilla que germinará en el futuro en una enredadera donde el gobierno se favorece con el monopolio de la fuerza, el respaldo ciudadano en su legitimada lucha, y el status quo de la irresponsabilidad política.

Por eso no importa si se habla de terrorismo y se buscan crear políticas públicas para erradicarlo del país. En los libros de historia que escriban nuestra era sólo habrá (de nuevo) hérores y villanos, ningún ser humano.

Aztlán es una narcofosa

En un viejo tsuru que sirve de colectivo en San Andrés Larráinzar suena un narcocorrido.  Sus notas norteñas se repiten una y otra vez en el mismo círculo. La letra evoca grandeza, riqueza, mujeres como objetos, la vida desechable que vale más que una eternidad de pobreza en una tierra donde el que tiene puede, los que no se resignan como nosotros en aquel instante: en la parte trasera del taxi que va rumbo a Bochil, rodeados de tzotziles con olor a oveja que cabezean cuando apenas empieza el camino.

A la vista, casi resbalan los borregos del cerro, el cártel de Coca Cola  con un Santa Claus chamula que en vez de barba tiene el traje típico, hecho de lana: en la vereda se asoman caras resignadas, las rutas siempre son las mismas ¿la platica? Dos mujeres hablan mucho en su dialecto, sólo escucho una isla de español en aquel mar de palabras incomprensibles para alguien como yo, el mestizo promedio: «que pase el desgraciado» y luego la explosiva y universal carcajada.

Entrada San Juan Chamula, Chiapas. Via http://hazmeelchingadofavor.com

En aquel ir y venir diario de los carros que reciben 24 pesos por persona, un taxista cuenta su paso por Arizona, en busca de trabajo para cambiar los roles que repiten varios en aquellas comunidades, por lo que se ve en San Cristobal. Por que las mujeres llevan, cocinan y dan en la boca el pan con su trabajo fuera y dentro de la casa. A algunas se les ve cansadas, sin ánimos, pero los hombres ni se aparecen. Los hijos que todavía  no corren buscando clientes, descansan en las espaldas de sus madres.


Zinacantán, Chiapas. Sábado 16 de julio de 2011. 

Sebastián, nuestro taxista, al saber mi lugar de procedencia reconoce que ya muchos no se animan a ir para el norte por lo peligroso, y también, como en su caso, porque no encuentran trabajo allá: «la cosa está difícil en todas partes».

Antes de pasar la frontera (generalmente «caminando» como refiere que la cruzó nuestro conductor) hay ciudades mexicanas que representan una oportunidad. Ciudades, que aunque no son gabachas, son un pequeño apéndice del desarrollo, como Monterrey donde la población indígena se duplica cada 5 años.

Pero encima de la discriminación que es recurrente en Chiapas, en Nuevo León los indígenas tienen que sumar a la lista de agravios históricos en su contra, una guerra. Una batalla que recluta soldados quinceañeros -por dar un promedio- de manera forzada en colonias como El Polvorín en García o Arboledas de los Naranjos en Juárez, asentamientos destino donde llegan sus parientes, pero la autoridad nunca.  Los Zetas o alguno de los tantos grupos que disputan Nuevo León son los que ponen las reglas. Y en ocasiones, cuando los necesitan para bloquear vialidades, hasta las despensas, las mochilas y los útiles escolares. 

No sorprende que cada vez sean más los que se quedan. En una de esas largas conversaciones en uno de los tantos taxis colectivos donde suenan Los Razos («ando buscando un cabrón, para partirle en su madre») María, una educadora, abriendo los ojos incrédula parece que ve derrumbarse  en el interior de su cabeza dos meses de recuerdos en la ciudad del Barrio Antiguo: había escuchado la noticia de los 20 muertos del bar, pero no sabía nada de la desaparación de esa vida nocturna en Monterrey que ella recordaba, y se deshizo tras el desgastado relato de la inseguridad en la ciudad.

¿Ya casi no hay militares? Sebastián niega con la cabeza su forzada respuesta, consecuente, vacía de opinión propia, ni siquiera voltea por el retrovisor. El espejo de dos caras que vuelve al país esquizofrénico, el Ejército, descansa como un concepto irreconciliable entre los kilómetros del continente que pretenden ser un sólo país, con un interés común. El apoyo a las Fuerzas Armadas, la tesis en el norte (centro), la antítesis en el sur (periferia), la segunda primero que la primera, las dos, una de cada lado del espejo, ninguna parece conocer a la otra.

A pesar de la respuesta de Sebastián, a Oventic, uno de los Caracoles más visitados por los turistas, últimamente pocos entran. Fuimos rechazados dos veces, en el ambiente descansa una hostilidad matutina. En algún lado leí sobre recientes roces con el Ejército.


Oventic, Municipio Autónomo Zapatista, Chiapas. Sábado 16 de julio de 2011.

Subiendo la carretera se detiene la música. Un sonido de interferencia satura las bocinas y luego se oye la voz con acento tzotzil de una mujer que anuncia la radio de los «Municipios Autónomos Zapatistas»,  fragmentos de canciones, luego un discurso general pero descriptivo de los males que aquejan al país, luego la sentencia del que podría figurarse (pecando de romántico) en un cuarto pequeño en la sierra con un pasamontañas reclutando para la Otra Campaña «gente bien, pero de pensamiento, no de su cartera».

Sebastián me pregunta si puedo hacer negocios con las cosas que se pasan del otro lado, su ausencia en la conversación quedó kilómetros atrás, su tono es el de un empresario interesado en el futuro, en el norte. Las noticias que llegan de allá es que la migración sigue en aumento, las remesas bajan. Los migrantes son secuestrados, reclutados y/o asesinados, luego su cuerpo amanece en una narcofosa, los muertos aumentan rebasando cualquier pronóstico, pisoteando cualquier ficción con su crudeza. El viejo mito nahua de Aztlán viene a mi, también las modernas teorías socioeconómicas del norte y el sur, varias cosas, las nubes formándose, la promesa del desarrollo, un paisaje verde, espeso, húmedo, tres puntos suspensivos.

El origen de nuestra maldad

La sociedad es hipócrita. Tenemos una «doble moral», o más a profundidad: tal vez la naturaleza del hombre como ser social es inherente a la búsqueda obsesiva, frenética, irracional de un responsable por las desgracias.

Lo cierto es que cada que sucede una, no importa lo fuera de nuestro control que esté, buscamos un responsable.

En muchas ocasiones la culpa empieza en uno mismo y la arrojamos como bola caliente al de al lado, con una justificación racional para cometer lo irracional: culpar a alguien por un mal social: una construcción colectiva que replica a escala gigantesca los defectos del género humano.

En México culpamos a las autoridades de todo porque son corruptas, así que ya tenemos nuestro enemigo público, al que como quiera, vivimos sometidos.

Pero también existe sed de culpables por la sequía de justicia. Y en un país que se desborda en sus contornos hasta dejar de ser lo que era y convertirse en un mal ejemplo (la referencia negativa), los dedos señalan, apuntan a direcciones hasta que las agujerean.

En grupo, siendo sociedad, nos olvidamos de la empatía de juzgar como quieres que te juzguen.

Por eso se pugna por reducir la edad de los infractores para meterlos a la cárcel: los que más cometen delitos son los menores entre 15 y 17 años, dice el gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina.

En las novelas de los nobel de literatura, Kenzaburo Oé (japonés) y William Golding (británico) se demenuza este concepto de los origenes del mal en el ser humano (¿porqué un niño decide oponerse a la voluntad del grupo, robar, matar?). Y realizan a la vez una revisión de nuestro juicio social que busca evadir la culpa al señalar (la semilla es mala, no el campesino).

Hablan de la crítica que hacemos en nuestro interior, pero que exteriorizamos cuando no somos el acusado:

«Los desgraciados como tú sois parásitos. Sois iguales que la mala hierba. Cuando crece, no sirve para nada. -Me agarró el cuello hasta casi asfixiarme; él también se ahogaba a causa de la ira-. Y la mala hierba se arranca antes de que crezca y eche a perder la cosecha. Somos campesinos, y arrancamos la mala hierba en cuanto nace». Kenzaburo Oé, Arrancad las Semillas, Fusilad a los Niños.

La existencia de los hombres condicionada a esa tiranía abstracta de la sociedad: la esclavitud que puede ser impuesta por la opinion pública, la voz colectiva que nada aprueba si lo visto es reprobable, pero cuya actitud viene justamente de ese gran error como decisión en grupo, de esa irracionalidad que vivimos siendo masa: somos una fábrica de culpables que detestamos la culpa.

Y así se va construyendo una idea visceral -salida de nuestro lado animal- en norma. Y así en varías ocasiones se repite y se legaliza la estigmatización de un grupo, la segregación de otros.

Pero es nuestra arquitectura personal, crecimos en una sociedad, es un condicionamiento al que no podemos escapar porque de ahí vienen las neurósis que ya son una parte de nuestra personalidad. Por eso el remordimiento, por eso el deseo de saciar en grupo lo que personalmente no podemos (o no pudímos).

“La piedra, recuerdo de un tiempo inversosímil, botó a unos cuatro metros a la derecha de Henry y cayó en el agua. Roger reunió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas. Pero respetó un espacio, alrededor de Henry, de unos cinco metros de diámetro. Dentro de aquel círculo, de manera invisible pero con firme fuerza, regía el tabú de su antigua existencia. Alrededor del niño en cuclillas aleteaba la protección de los padres y el colegio, de la policía y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilización que no sabía nada de él y estaba en ruinas”. William Golding, El Señor de las Moscas.

Fuera de intentar dar una incompleta explicación psicológica, el Señor de las Moscas y Arrancad las Semillas, Fusilad a los Niños, son retraros de estas imprecisiones de las decisiones sociales que son tomadas como norma, y su desvanecimiento ante una muestra del origen de su construcción: un grupo de niños abandonados sin figuras de autoridad social que den continuidad a la civilización como la habían vivido hasta los 4, 6 o 12 años.

La falta de normas, la falta de estándares predeterminados los obliga a empezar a hacerlos ellos. Ahí se devela lo que somos, en ese abandono que por otro lado viene acompañado de una libertad que causa un terrible vértigo, el mismo vértigo que sintió, siente y sentirá cada uno de los hombres al tomar una decisión crucial.

Ambos libros exponen al ser humano fuera de esa hipocresía social maniqueísta que es responsable (para bien o para mal también) de parte de nuestro comportamiento: distorsiona nuestras opciones individuales llevándolas a un condicionamiento colectivo que se transforma en remordimiento, pena, necesidad de excusas aún cuando las circunstancias rebasan la necesidad de replicar los valores que los años y la historia se ha encargado de dar una autoridad totalitaria, dictatorial.

¿Civilizados?, ¿Qué carajo significa esto?, Esa es una gran pregunta que, se puede decir, desenvoca en estas dos grandes reflexiones. Dos sociedades efímeras de niños: ¿de verdad el reinicio de la humanidad significa la salvación del hombre de sí mismo?

Hay varios que esperan

Afuera (estaba seguro) debía haber una manifestación en alguna parte. Adentro, 12 en círculo, uno hablando, los otros mirando: el celular, sus manos, los labios mientras se movían articulando propuestas.

Las profesiones eran tan diversas como el color de las corbatas, la textura de los calcetines, el diseño de los zapatos. Y sin embargo todos son animales (pensaba). El olor a café se mezclaba con las fragancias, el licenciado de cejas gruesas interrogaba el teléfono en busca de la hora, miraba hacia atrás, cruzaba las piernas, estiraba los brazos.

Miguel representaba a su grupo y no le importaba perder el respeto del presente. Se discutía la reforma penal a puerta cerrada. No había albures ni falacias. Se hablaba de los magistrados con todos su privilegios y se omitían detalles que descansaban en la memoría colectiva de esa selección de personajes.

Cada uno decía entre líneas que gremio representaba, pero la mayoría estaba ahí para escuchar al invitado. Ese que todos sabían que venía de México y había viajado por todo el país convenciendo a gobernadores de llevar a cabo cambios en la forma de acusar, juzgar y encarcelar.

A un par de cuadras del lugar, sobre avenida Constitución, un soldado encapuchado que viajaba en un convoy miró pasar un Civic plata con una pareja abordo que tomó la desviación al túnel de Loma Larga. Los tres son de la misma edad. En la sala el joven del traje gris Armani sorbía el café con delicadeza y miraba con detenimiento el cambio de color en la pantalla del BlackBerry. Todos los demás escuchaban al invitado.

«Todos sabemos que los jueces no necesitan más dinero, y lo primero que hacen los estados cuando reciben los recursos es invertirlos en salas para juicios orales», por eso hablaba de las Policías y los Ministerios Públicos, donde la miseria y la ignorancia vomitan corrupción, «les damos un modelo, y como quiera hacen las propias con paredes cubiertas de caoba».

Por la ventana se escucha la sirena de la patrulla donde viaja un policía regio, está anunciando el paso de un convoy del Ejército. A lo lejos un rechinido de llantas ahoga las últimas palabras del ingeniero en procesos que cierra su discurso definiendo a su cliente, un hombre que lo mira de frente, detrás de un par de lentes: «nosotros ya estamos haciendo el diagnóstico que se nos pide, para la siguiente semana sabremos la situación de los ministerios y las policías».

Todos procuran no adelantarse, pero uno de los responsables de las deficiencias señaladas siente palpitar en su garganta un infantil deseo de defensa, justifica su precipitación con la urgencia, dice «primero la capacitación a los policías, luego el diagnóstico». Todos objetan, un ligero bullicio en ascenso es roto con una alarma, el licenciado toca con su palma la pantalla del celular, luego la levanta y anuncia que la reunión terminó.

Los últimos apretones de mano se dan en menos de 15 minutos, algunos bajan las escaleras violando los códigos de cortesia con la justificación de la agenda.

Abajo espera un hombre, la secretaria pregunta su nombre. No se escucha, su voz es tan baja que suena como un niño luego de un regaño, «¿tenía una cita?», alguien le dijo que fuera, en vez de realizar esa inservible visita al Ministerio Público luego del Penal, como quiera no tenía nada mejor. Qué más dan unos minutos, luego de varios años de espera.

Los gritos del silencio

La plaza estaba cercada y surcada por una valla en forma de caracol que encerraba a los asistentes en grupos cada vez más vulnerables a un ataque. El acecho y la intimidación cargaban el ambiente de esa pesadez  que se sentía entre los que estábamos esperando la salida del gobernador, Rodrigo Medina de La Cruz.

Todos pasamos tres filtros de seguridad y sin embargo solo los “cholos” fueron detenidos para revisiones esporádicas con lujo de violencia: hasta tres agentes por individuo.

En la parte alta del Palacio se asomaban cerca de 10 agentes con binoculares y otros artefactos que en la imaginación colectiva simulaban armas de alto poder. El ruido de las hélices del helicóptero rompía de tal modo los silencios entre presentación y presentación, que era inevitable ignorarlo.

La ceremonia del grito de Independencia en Monterrey esbozaba la transformación de la ciudad en una emulación a menor escala.  Agentes federales, estatales y miembros del Ejército sorprendían con su porte de arma a los paseantes, se asomaban por los huecos en el paso a desnivel de Zuazua, observaban intimidantes, rastreando fisionomías alarmantes.

Antes, apenas hace dos años, la Macroplaza lucía repleta. Era impensable ver a Bronco en primera fila sin una larga espera de pie: mínimo dos o tres horas antes de que el gober en turno decidiera aparecer en la mampara y hacer lo suyo.

Esta vez la impaciencia de los asistentes restó puntos de popularidad al Grupo Duelo, todos esperaban la salida. Un gran número dejó de ver el escenario apenas un cuarto de hora antes de las 11, la hora del grito.

Algunos externaban su indignación por la tardanza, pero había algo más en el ambiente. Algo que no se asomó hasta después de que saliera Medina y su esposa  (con 20 minutos de retraso) posando como dos muñecos de pastel de bodas con un marco de cantera a sus espaldas.

Las decenas de invitados exclusivos se asomaban de los balcones del Palacio con copas en mano, vestidos de noche, trajes de gala. Fotografiaban con su celular desde al balcón a la concurrencia.

Y en la parte de abajo, tal vez la brevedad del grito o la severidad del semblante del gober (cara de niño enojado), terminó de enfriar el momento, un glaciar estaba posado encima de todos.

Luego llegó el silencio y la oscuridad. El miedo se escapó en un alarido colectivo indescifrable cuando sonaron los indicios de la pirotecnia.

En la multitud brillaban los rostros, todos bañados por los colores que aparecían como manchas de pintura en el cielo. Sonaban canciones mexicanas, cerró el corrido de Monterrey.

La realidad fue que la impaciencia se concretó en un escape colectivo de esa prisión de uniformados y revisiones. Un gran grupo salió disparado en cuanto acabaron los fuegos. Grupo Duelo se quedó con la mitad del público.

La masa gigantesca integrada en su mayoría por familias y parejas se fue desintegrando entre las bifurcaciones al final de la calle, donde las vallas ya no detenían a nadie.

En una de las esquinas de estos cruces donde la gente desaparecía se veía a un militar al lado de un poste, mirando al suelo, como guardaespaldas del artefacto de madera que en su cima sostenía varias líneas de cables.

Un hombre estrechó su mano y le dio las gracias, luego un segundo que vio al primero, y luego un tercero que vio al segundo.